Un lienzo vasto, infinito en su evocación, se abre ante nosotros como una ventana al crepúsculo de nuestros tiempos. En el centro, dos figuras se suspenden en un abrazo que desafía las leyes de la gravedad, sus rostros apenas iluminados por un fulgor incierto. No es la luz de las estrellas ni del alba; es el pálido destello de una pantalla distante, cuya frialdad rompe la calidez de su unión.
El cielo, alguna vez azul eterno en el universo de Chagall, es ahora un mosaico de colores violentamente fracturados: púrpuras eléctricos, rojos encendidos, amarillos que recuerdan al fuego industrial. Sobrevuela un violín solitario, cuyas cuerdas parecen resonar sin sonido, como un lamento de lo humano frente a lo irremediable.
En la esquina inferior, un pueblo aparece, no ya en su quietud bucólica, sino envuelto en sombras, donde las luces artificiales devoran el misterio de la noche. Sin embargo, aquí y allá, pequeños resplandores dorados insinúan que la esperanza se resiste a extinguirse.
Esta obra, imaginada como un eco del alma de Chagall en nuestro tiempo, nos confronta con la pérdida de lo sagrado en una era de luminiscencias sin alma. Y sin embargo, entre los fragmentos de este mosaico, la luz desterrada busca su regreso, aún viva, aún brillante, aún nuestra.
Jessica Sharon
31.12.2024
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